En mi pieza tengo tres cuadritos. En cada uno de los cuadritos, hay una foto. Y en cada una de las fotos está el mar. No tengo tele, así que cuando me acuesto tengo la costumbre de mirar los cuadritos. Es casi como tener vista al mar.
Normalmente el mar de los cuadritos está calmo, sereno. Hay días, sin embargo, en los que hay viento y el mar están más agitados. En invierno se pone más azul, casi como una piedra preciosa. Incluso hubo una noche en el que el mar se retiró y en los cuadritos negros sólo se veía el lecho marino. Pude ver piedras y troncos, incluso trozos de metal.
Hace un par de semanas, entredormido, me pareció ver que algo se movía en el primero de los cuadritos. Me refregué los ojos, quizás de más, y me senté en la cama a mirar. El mar del cuadrito no era el de siempre, el Mar Argentino. Era un mar desconocido, cristalino, con tonalidades que no había visto nunca, más cercanas al verde que al azul. Pero era sereno. Y cercana al vértice inferior derecho, apareció una figura humana. Nunca había visto una persona en el mar de mis cuadritos. Se veía de lejos, así que desde mi cama no era más que un puntito color carne, por lo que me tuve que poner en cuatro patas y caminar hasta el borde de la cama. La mujer, porque pude ver que era una mujer, chapoteaba y nadaba alegremente, sin preocupaciones. Tenía una sonrisa de esas grandes, de las que contagian a los que están alrededor. Hablaba con otras personas, que no veía en cuadro. En el mar verde estaba solo ella, charlando, nadando y riendo. La imagen se hizo más nítida, la veía peinarse el pelo para atrás cada vez que salía del agua a respirar.
Esa noche la vi nadar y reír bajo ese sol distante hasta que me quedé dormido. Cuando me desperté, la busqué instintivamente con la mirada, pero ya no estaba ahí. Sólo estaba el mar de siempre, ese que conozco de memoria.
El mar de los cuadritos volvió a la normalidad, mostrándome las olas de mares más conocidos. Un par de días después, mientras armaba la cama a la mañana, miré de reojo a los cuadros y vi que en uno de ellos la mujer había aparecido de nuevo. La malla era distinta, pero la sonrisa y los gestos eran los mismos. Dejé la colcha a medio poner y me senté en el borde de la cama a mirarla. Ella nadaba y charlaba con otras personas. Pero sobre todo reía. Y yo no se por qué, pero cada vez que ella reía yo no podía evitar sonreír. La vi hacer unas piruetas, creo que estaba intentando pararse de manos en el mar, porque cada vez que se sumergía las piernas se elevaban en vertical, tambaleaban un poquito y se caían para uno de los lados. En cada una de las veces ella emergía del mar y se reía, y cada vez que ella se reía, yo sonreía.
Como esa vez, apareció varias veces, y yo siempre que podía posponía lo que estaba haciendo y me quedaba mirándola. De a poco me di cuenta que deseaba estar ahí con ella, nadando y riendo, haciendo pavadas en un mar de un color inverosímil. Me puso un poco triste no saber ni su nombre, ni con quién jugaba en el mar, pero sobre todo me daba tristeza no tener la posibilidad de estar ahí, no poder ser partícipe de su alegría.
Las noches fueron pasando, y las sensaciones se fueron intensificando. Acá es invierno, así que el frío que yo tenía en los pies y los días cortos contrastan con el evidente verano del mar y la mujer. Pese a que mis medias térmicas no tienen mucho que ver con su malla roja y eso me angustia, no puedo evitar hacer de su felicidad la mía propia.
Varias veces pensé en bajar el cuadro de la pieza y poner una tele, o simplemente dejar la pared pelada y evitarme eso que me confunde tanto. Pero por alguna razón no puedo.
Todas las noches miro el cuadro, sin esperar nada más que verla nadar.