"...la ciudad hace aún más pobre al pobres a los pobres, porque cruelmente les exhibe espejismos de riquezas a las que nunca tendrán acceso, automóviles, mansiones, máquinas poderosas como Dios y como el diablo, y en cambio les niega una ocupación segura y un techo decente bajo el cual cobijarse, platos llenos en la mesa para cada mediodia."
-E.Galeano,
Las venas abiertas de América latina
Aca estoy, parado bajo una lluvia fría de verano. En cuero y descalzo, vestido unicamente con una malla a cuadritos blancos y negros, de esas cortitas. Como dicta la última moda. Bajo los pies, una mezcla de barro, piedritas y agua. No puedo reaccionar bien, necesito procesar todo lo que está pasando para poder moverme y hacer algo más que babearme como un bebé recién salido de la cuna. Y esto, en cierta medida, es verdad. Estoy despertando de a poquito en un mundo que nos esconden, pero que está abierto 24/7.
Un poco fría, el agua que golpea mis hombros me obliga a mantenerme en movimiento.
para no resfriarme pienso por momentos,
para no ser un cobarde por otros. Y agarro lo que encuentro a mi paso para pelear contra el agua. Un balde blanco, una pala que corresponde a la escoba que está usando alguno de los pibes para barrer el agua terrible.

Y mientras más baldeo y empalo agua para sacarla del terreno de la casa, menos útil me siento. Más insignificante y pesado. El agua también pesa más con cada baldeada y me hundo en el barro con cada paso que doy. Dejo el balde en manos de alguien, no me acuerdo de quién. Capaz que hasta lo haya tirado en el piso, y ni cuenta me di. En cuanto entro a la casa y piso el charco de agua marrón que tapa el cemento, me vuelvo a quedar paralizado. No sólo por las ráfagas de personas que entran y salen con palas, picos y ropa mojada. Sino por una imagen que me va a ser dificil de olvidar. A la izquierda, un mueble grave con una bola de objetos difíciles de definir apoyados precariamente encima, y sobre la derecha una cucheta con objetos igualmente dispuestos entre los que puedo distinguir una ventana desvencijada de madera. Sobre la cama de abajo. Y en el medio, el niño.
Jere. Con el agua rozándole los tobillos, mira cantar unos monstruos coloridos que salen del Disney Channel, mientras come distraído arroz con pollo, que sobró del almuerzo. Y ahi me explota el corazón de impotente tristeza y otros sentimientos indefinibles. Es todo un conjunto de situaciones que están tan alejadas de lo que hago todos los días que me asusta hasta la parálisis. Y me quedo tan quieto como un árbol, mirando los monstruos que cantan sobre la comida. Quizás sobre el arroz con pollo, pero no puedo escuchar a ciencia cierta. Y pasan segundos, minutos. Horas quizás. Y miro, y mientras más miro mas chiquito me hago, hasta que Jere y los monstruos de colores me parecen inmensos, terribles.
Pero de a poco, un pensamiento se me apodera del cuerpo y toma control de las manos ahora mínimas. Tomo una pala de esas que se usan para juntar la basura. Como puedo, naturalmente, porque ahora soy tan chiquitito que la pala es del tamaño de un tractor, y pesa más o menos lo mismo.
Miro para abajo y no veo más agua, sino las panchas grises manchadas de barro que cubren los pies con agua. Pasaron un par de horas y el entorno cambió drasticamente. De una casa inundada del Nuevo Golf al Paseo Aldrey, en la zona más paqueta de la ciudad. Rebosante de música electrónica, gente linda y vidrieras gigantes, los carteles desfilan delante de mis ojos.
Me detengo un momento en el medio del pasillo, y miro por el ventanal. Sigue lloviendo. Pero ahora, la lluvia ya no es tan terrible, sino más bien hasta agradable. Extraño fenómeno, la misma lluvia, sordo terror y reconfortante música funcional para un café en
Martinez.
Después de recobrar la consciencia, miro y veo un negocio que se llama
Burgués, y dentro de éste, la gigantografía de un negro ataviado con unos ropajes dignos de una estrella de televisión norteamericana. Porque obvio que ahora es super chic poner negros para demostrar que inclusivos que somos nosotros, los buenos corporativos.
Y ahí es cuando me doy cuenta que es todo una gran ilusión, una mentira construida para distraernos de la vida, del mundo, de las historias que tenemos para vivir y para contar. El burgués, la música electrónica, la gente linda que camina hacia destinos ignotos, la lluvia y el café.

El bombardeo gráfico, por supuesto, hace efecto en mi, y comienzo a replantearme mi aspecto, a dudar, a sentirme menos. Empezando por la ropa. La misma malla corta de cuadraditos monocromáticos que llevaba cuando paleaba el agua que inundaba la casa, la misma que me parecía una ostentación de la clase media aburguesada a la que pertenezco, la que me hacía sentir un turista en un día de campo; me hace sentir un paria, indigno de escuchar la misma música que quienes compran café en
Burgués Y y toman ropa en
Martinez (¿o era al revés?). Pero acá, las cosas están un poco distorsionadas. No soy chiquitito por lo que hago, como a la mañana, sino por lo que visto. Acá me siento mal porque no visto ni luzco como el negro de la gigantografía. Lindo, elegante. Y mientras la gente desfila linda entre carteles y ondas de música electrónica, puedo atisbar a través de los vidrios marcados con las gotas de la lluvia, una reja que separa el Mundo Feliz del Paseo Aldrey con el mundo real. A lo lejos, una fiambrería me mira triste, mientras su dueño mira con la panza distraída hacía un lado, en la puerta.
Ahora soy un fantasma. Demasiado etéreo para el mundo de lo material, del mundo de
Burgués, y tan
Burgués para el mundo de
Jere, el mundo ese en el que el la bravura del alma vale mil veces la suma de todos los cuadraditos de la malla que todavía visto.