domingo, 17 de enero de 2016

playa

Ayer fui a la playa. Solo. Si, solo. Porque necesitaba un tiempito para mirar el mar, gozar un poco de melancolía veraniega, y meter la combineta de libro y mate, que con el sol se suele llevar bastante bien.
Y al estar sólo, sentí la necesidad de estar alerta a lo que pasaba a mi alrededor. Playa Grande, o PG para los amigos, afortunadamente suele ser un lugar con muchas personas y las respectivas historias de las que están construidas.
Un lugar lleno de juventud, de plástica juventud rebosante de hormonas y músculos. Tetas, culos, biceps, triceps, abdominales, jopos y platinados hacen un desfile interminable. De repente te sentís en una de esas películas yanquis en las que en el spring break los niños ricos salen a hacer las locuras vedadas en sociedad.
"Acá todos van al Cachengue, les decís Popov y piensan que es un medicamento", "Boluda, ¿vos viste que se acordaba de nosotras?", "hoy tranqui, mañana en la pera"  y algunas otras frases que ya no me acuerdo compusieron el glosario de la tarde. Casi como música de ambiente resonaban las palabras, todas parecidas.
Y como andaba sólo, ni los tarjeteros (¡menos mal!) ni la gente de alrededor parecía notar mi presencia. Entre recambio de yerba, escuché a lo lejos, como si fuera una nota desafinada, lo que parecía el berreo de un bebé. A través de las mallas a cuadritos y vasos de fernet busqué a los inconscientes que traían un pibito a la joda. Pero encontré otra cosa, como la mayoría de las veces que se busca. Una pareja de jubilados, vestidos de manera casual para playa, y su hija. Ella, triste. Supongo que porque debían abandonar el lugar, y volver a casa.
Y el llanto, tan profundo, hizo eco en todos los rincones de la playa, aunque la gente que los rodeaba estuviese tan absorta en sus propios asuntos como para siquiera registrar que había alguien que no tuviera la musculatura en su lugar.
Como todas las personas con Sindrome de Down, quién lloraba tenía ese ángel intácto tan propio de los niños, tan genuino. Ese que te dicta que si no te gusta irte de la playa, tenés los huevos (u ovarios, según corresponda) para ponerte a llorar enfrente de toda esa gente que juzga. Porque realmente entendés lo que es importante. La arena en los pies, el sol en la espalda, y ese ruidito de agua que te lava el pecho por dentro.
Los padres, con una paciencia tierna la esperaban y le hablaban, asumo, tiernas palabras al oído. El Padre, se acomodaba cada tanto la visera blanca, nervioso. Pero no hay caso che, la nena seguía chillando. Y nadie parecía notar nada. Dos islas eramos en el mar de cuerpos, y de repente el resto de las cosas se difuminaron un poquito. Cuando lograban convencer a la niña/mujer que se levantara, sólo bastaban un par de pasos para que se tirara otra vez al suelo, para llorar un poquito más. Así, pasaron los minutos, y al cabo de una hora sólo habían avanzado unos veinte metros.
Absorto, no me si cuenta que se me hacía tarde, así que levanté con suma parsimonia mis bártulos y los guardé en la mochila.
Antes de irme, pasé por al lado de ellos, que todavía esperaban pacientemente al lado de su hija, que entre llanto y llanto jugaba con la arena, como aferrándose a cada granito. Y con la mirada en el piso, lamenté no ser capaz de llorar, porque yo tampoco tenía ganas de irme de ahí.


imaginatela llena de gente

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