Este relato empieza y termina igual: con un abuelo callado como un árbol y un nieto caprichoso girtándole.
El primer nieto soy yo. Tendría unos 8 o 9 años y caminaba con mi abuelo por la peatonal San Martín, en la misma cuadra que hoy me pudro de a poquito atrás de un mostrador.
Mientras pasábamos por un negocio que vendía merchandising de equipos de futbol, yo le gritaba desaforadamente a mi abuelo que me miraba callado desde arriba. Cada tanto me trataba de tranquilizar con alguna frase, aunque mayormente iba soportando el castigo en silencio, con los bolsillos del pantalón llenos de papeles, como era su costumbre.
Y le iba gritando feo. Realmente enojado por algún asunto de suma importancia , como la necesidad imperiosa de ir al Sacoa antes del colegio, no concebía la posibilidad de que lo que estaba haciendo no fuera perfectamente razonable.
Descargué toda mi ira en el pobre viejo con boina hasta que pasó un tipo en bicicleta. Si, por la peatonal. Y me gritó algo. Algo que no me acuerdo textual pero sin dudas era algo como "ojalá yo tuviera a mi abuelo. No le grités, pelotudo". Ahora, lo de pelotudo lo agregué yo, pero me parece un epíteto que estoy en condiciones de agregar sin alterar la esencia del relato.
En fin. El tipo desapareció y también el abuelo y también el recuerdo.
Hasta hace unos días. Estaba en una plaza tomando mates y comiendo a todo ritmo medio kilo de chipá cuando veo a unos metros a un pibe de unos 10 años con su abuelo. Habían ido a jugar a la pelota, como hice yo tantas veces con El Abuelo (porque a esta altura ya sé que mi abuelo fue mi primer Mejor Amigo), y dicho mocoso estaba enojado por alguna cuestión.
Pero estaba histérico, eh. Gritaba y pateaba lejos la pelota y mientras su Abuelo la iba a buscar con un silencio pesado entre las manos, el pibito le pegaba a los árboles y gritaba desaforado por cuestiones que a éste le parecerían perfectamente razonables.
El Abuelo intentó tranquilizar(me) al pibe (a mi) con palabras que veían con la calma que se movían las hojas de los árboles que estaban encima de sus (nuestras) cabezas.
Sin embargo, el mocoso caprichoso seguía gritando y pataleando y pateando lejos la pelota para que su (nuestro) abuelo la fuera a buscar.
Ahora yo, el yo de veintipico de años miró la bicicleta que estaba tirada en el pasto a mi derecha y entendí que tenía que hacer.
Pero no lo hice.
Me quedé sentado, mirando como ese pibe estaba condenado a repetir la peatonal, dejándo escapar muy de a poquito ese viento de verano que son Los Abuelos.
Es tentador escribir una ficción en la que voy hacia el pibe y lo alecciono como hizo aquel hombre en bicicleta cuando yo era el pibe caprichoso y cumplir así con el ciclo karmico y aludir ligeramente a una parábola temporal inspirada Borges. Pero ni soy Borges ni tengo ganas de hacer un final lindo, circular.
En una de esas este texto es una forma de redención, una manera de decirle a todos los pendejos malcriados que le gritan a sus Abuelos en las plazas o peatonales <no le grites, pelotudo> <abrazalo, decile que lo querés> <mirale las manos, la cara> <no te olvides nunca de él>
Como este texto no tiene repeticiones de idénticos ni moralejas aleccionadoras, ni siquiera me voy a gastar en terminar el texto como dije que lo iba a terminar: con un abuelo y un nieto.
Este texto termina con un tipo en sus veintipico escribiendo mientras se da cuenta que, pese a irselo olvidando de a poquito, extraña a su abuelo.
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