martes, 1 de septiembre de 2015

los gritos el grito

Camino pateando las piedritas, mientras el caballo pasta bajo de los eucaliptos de la plaza. Los gritos eternos, confusos, casi dulces, se escuchan desde direcciones indeterminadas. Desde una casa, un parlante viejo canta una cumbia, mientras dos personas se sientan en sillas enclenques bajo la ventana de una casilla que reza "kiosco, cerveza, vino" y algunas otras cosas, menos importantes.
Las calles no están asfaltadas, y quizás sea algo que no cambie. Como muchas cosas en el barrio, y quizás en el mundo. Pero no me voy a poner a escribir de las cosas que no puedo cambiar. Como patear piedritas.
Un falcon gris que pasa despacito, para no terminar de estropear la carrocería, ya maltratada por el tiempo, asi que nos corremos un poco para dejarlo pasar. Si, estamos caminando por la calle.
Las nubes como perros de manteca se desplazan suavemente por el cielo de la mañana fría,  que aca es más azul que en otros lugares, pero no me preguntes por qué. Y me encuentro mirándolo, mientras sigo pateando piedritas, y también a sus nubes-perro que pasea. Quienes caminan conmigo me comienzan a rebasar, distraídos.
Me rodea la gente más linda del mundo. No protagonizan películas, no se los escucha en la radio, ni los ves en concursos de belleza . Ni siquiera tienen rostro propio. Pero tienen manos, mil manos cada uno, y mil sonrisas robadas, ojos que iluminan a mil metros y su voz, es más fuerte que el canto de mil aves. 
Cantan todos la misma canción, esa de melodía difusa pero contínua que nos hace ver colores dentro nuestro, que nos llena de la pasión de vivir intensamente. Sufriendo y gozando cada exhalación como si fuera la última. No los conoces, y es probable que no los vayas a conocer nunca, pero están. Y caminan al lado mio mientras yo pateo piedritas.
Los gritos comienzan a hacerse más nítidos, mas uniformes, a medida que avanzamos a nuestro destino.  Ese que todos sabemos nuestro, único y colectivo, propio y ajeno, maleable e irreversible. Las mil sonrisas de cada cara comienzan a agitarse inquietas y las bocas callan, las manos tiemblan y los cantos se hacen fuertes. Está llegando nuestra hora, el momento en el que realmente nos sentimos vivos, que hacen que la espera valga la pena. Lo sabemos y miles de ojos se cruzan en infinita espera.
El último recodo ya es pasado, y ya vemos más gente en las calles llenas de polvo. 
El terreno empieza a subir, pienso, pero cada vez me resulta más fácil caminar. Cosa extraña que pasa en este lugar, como el azul eléctrico del cielo que pasea perros de manteca, como la gente con mil manos que camina cerca mío. Pero quizás lo más extraño de todo es que no recuerdo en qué momento llegué hasta aca, en que momento comencé a caminar con ellos. 
Y realmente, no importa. En otro momento, en otra circunstancia, me hubiese importado. No sólo en qué momento exacto comencé a caminar, sino hacia dónde vamos y en cuánto tiempo habríamos de llegar a destino.
Destino que ya es inminente. El terreno sigue subiendo, y me es cada vez más dificil seguir pateando piedritas, que por fuerza de gravedad me esquivan los pies. Voy muy concentrado en mi tarea, hasta que escucho El grito. El grito otrora los gritos, dificiles de decodificar, ahora unidos en un solo sonido. Tiene la claridad del cielo, la de un lago eléctrico. Y la misma electricidad del cielo y del lago me recorre la espalda y también, creo yo, las mil manos de mis compañeros y amigos, las mil sonrisas y los mil colores.
Ese grito desaforado de felicidad, de desesperación, es nuestro destino. Siempre lo fue. Para esto caminamos hasta aca, para esto lloramos, reímos y nos puteamos con bronca. Ese grito que nos libera y nos da las alas que necesitamos para posarnos sobre un perro de manteca y surcar el cielo eléctrico.
Ya a esta altura sabés cual es ese grito, y la electricidad de la que te hablo, Profe.