Vivo, desde que tengo uso de razón, frente a las vías del tren. Dos o tres veces al día, escucho el traquetear de la máquina que pasa frente al edificio dónde vivo. Digo que escucho dos o tres veces nomás porque siempre viví acá y ya lo tengo tan naturalizado que puede llegar a pasar ciento veinticuatro veces que sólo lo voy a escuchar dos o tres.
La cosa es que el parque que tiene el edificio fue convertido, hace muchos años, en canchita de fútbol. Junto con mis amigos del barrio, llevamos a cabo la hercúlea tarea de levantar los durmientes de quebracho que había en el estacionamiento al aire libre del edificio y convertirlos, a fuerza de serrucho y pala, en postes de un arco de fútbol. Naturalmente, algunos de nuestro padres nos ayudaron, sobre todo con el manejo de las herramientas peligrosas para chicos de 10 años.
La cosa es que siempre, pero siempre, jugamos ahí a la pelota. Veranos enteros que pasábamos pateando pelotas, pateándonos entre nosotros y pateando el paredón, cosa que me costó un dolor en el dedo pulgar del pie derecho que todavía me acosa los días de humedad.
Y pasaba el tren mientras jugábamos. Dos, tres, ciento veinticuatro, las que fueran. Yo creo que alguna familia, que veraneaba en Mar del Plata todos los veranos y religiosamente tomaban el tren, nos vio crecer. Quizás éramos la referencia para irse parando o agarrando las valijas del portaequipaje, o quizás simplemente eramos una señal del verano que era inminente.
Nosotros a veces saludábamos al tren que iba o se venía.
Un año, la familia Borquez, de Berazategui, viene y, llegando a la estación de tren de mi ciudad, nos ve jugando. Yo los saludo, sin verlos. Y ahí, quien te dice, nació una relación de la que no fui parte.
A la vuelta, los Borquez, ya tostados por el sol y atiborrados de churros de Manolo, nos ven jugando abajo de la lluvia. Todos llenos de barro, no llegan a reconocer al pibito con remera naranja que los saludó despreocupados a la llegada. Querían devolverles el favor. Pero bueno, el año próximo lo saludarían.
Un año más tarde, vuelven los Borquez en el mismo tren. Y el pibe está más grande, y sus amigos también. Vuelven a saludar, sin todavía verlos. Ya lo habían previsto, el encuentro. Incluso mencionado en uno o dos almuerzos dominicales.
A la vuelta, y por primera vez, no ven a los pibes, y no ven al pibe de naraja, que bautizaron, por algún azar, Axel. Se sienten desconcertados ante este cambio eventual del paisaje, pero pronto vuelven a sus libros y , en el caso de Graciela, del crucigrama. El viaje es largo.
Después de la crisis del 2001, están un par de años sin venir a mardel, levántandose del polvo a fuerza de sudor y lágrimas. Dos o tres veces hablan del pibe de naranja, de Axel; y de cómo se estaría desarrollando su vida. "Si vive en Mar del Plata, ¿a dónde se va en verano?", preguntó quizás alguna vez Julia, la hija menor. Si le pudiera responder, le diría que a ningún lado, la playa era más que suficiente.
Progresivamente, el pibe de naranja fue uno de los alicientes principales en el añoro de volver a mar del plata, que a su vez representaba la rendida de frutos de todo el esfuerzo del año. Incluso de Javier, que ya había empezado a laburar con papá.
Ya le imaginaban novia, pasatiempos, incluso a su familia. Sin darse cuenta que estaban inventando todo esto para mantener la ilusión de volver a broncearse y a probar un churro de manolo, de esos que te sirven calientes todavía.
Cuando finalmente volvieron a la ciudad, después de comprar los pasajes de tren, Roberto había pedido una cámara de fotos a un amigo, para sacar de las vacaciones. El pibe de Naranja, o Axel Dominguez, iba a ser una postal de la ciudad como el lobo. Quizás más pintoresca y con más significado para el grupo familiar.
Los pibes estaban si, y la cancha les estaba empezando a quedar chica. La adolescencia les había hecho efecto y ya los zancos largos y peludos les sobraban para correr por la cancha chiquita. Eran menos también. De los 13 o 14 originales, había como mucho, jugando unos 8. Pero no los llegaron a contar, porque estaban todos preocupados por las fotos que le sacaron al pibe de naranja, que estaba en cuero mostrando un flacucho pecho lampiño.
A la vuelta, tampoco los encontraron.
De hecho, no los volvieron a encontrar más. Cada tanto, veían gente caminando por las cercanías de la canchita cuando pasaban por los edificios de colores, pero ya no estaban seguros a quién buscaban.
Pasa que en la adolescencia los pibes crecen mucho de un año para el otro y ya es difícil reconocerlos.
Después de años de no verlo, tuvieron que inventarle un destino a Axel Dominguez, de unos 22 años aproximadamente.
Lo hicieron estudiante de abogacía con ínfulas de músico. Lo hicieron románticamente boludo. Lo hicieron escribiendo poesía para las pibas que no lo quería. Lo hicieron cagón e indeciso. Lo hicieron amante del fútbol con amigos. Lo hicieron vestirse y desvestirse cien veces antes de olvidarlo.
En una de esas, los Borquez están escribiendo sobre el pibe de naranja, que está escribiendo sobre ellos. Recordándolos.