Es un aspecto básico de la dinámica de las relaciones entre personas. Quizás también lo sea entre las teteras viejas que tiene mi abuela la alacena, pero como siempre que abro las puertitas chirriantes de madera buscando algo las teteras se quedan quietas, no lo voy a saber nunca.
Cuestión, teteras de lado, es que siento que la no-correspondencia define un gran porcentaje de los escritos que he tenido el gusto de perpetrar.
Mirar al otro y no ser mirado, esperar el choque de otros labios y sentir el batir de alas de colores varios que se alejan, besos mudos que nunca se dieron, son cositas que habitualmente pienso y siento y escribo.
Anoche, por encima de los líquidos de colores se me reveló que la no-correspondencia es recurrente en otras personas también. Y en ese momento, me puse en extraña sintonía con quién me contaba de su respectiva no-correspondencia. No sólo porque me resultaba familiar lo que me contaba, sino porque se me reveló lo cotidiano de ese sentimiento.
Cotidiano y terrible como una taza que se revienta contra las baldosas de la cocina una mañana de invierno. Y tan terrible y cotidiano como las tazas y las teteras, ese dolorcito. Antes mío sin siquiera saberlo propio, ahora compartido y menos terrible. Una taza que se le cae a dos no es terrible. Incluso es gracioso que a muchos, en este momento, se les esté desparramando el café con leche en la cocina de sus abuelas, mientras las teteras charlan bajito para que no las escuchemos.
Mirar al otro y no ser mirado, esperar el choque de otros labios y sentir el batir de alas de colores varios que se alejan, besos mudos que nunca se dieron, son cositas que habitualmente pienso y siento y escribo.
Anoche, por encima de los líquidos de colores se me reveló que la no-correspondencia es recurrente en otras personas también. Y en ese momento, me puse en extraña sintonía con quién me contaba de su respectiva no-correspondencia. No sólo porque me resultaba familiar lo que me contaba, sino porque se me reveló lo cotidiano de ese sentimiento.
Cotidiano y terrible como una taza que se revienta contra las baldosas de la cocina una mañana de invierno. Y tan terrible y cotidiano como las tazas y las teteras, ese dolorcito. Antes mío sin siquiera saberlo propio, ahora compartido y menos terrible. Una taza que se le cae a dos no es terrible. Incluso es gracioso que a muchos, en este momento, se les esté desparramando el café con leche en la cocina de sus abuelas, mientras las teteras charlan bajito para que no las escuchemos.