Sobre las vías del tren vive un perro.
Cómo un Relámpago beige vigila
la vastedad de su territorio
para luego desaparecer
como los sueños,
como los amores de verano,
entre la maleza verdinegra.
Dentro del montecito
testigo ferroviario,
bastión de lo salvaje,
construye su imperio silencioso.
Erguido, hierático, solitario.
A veces duerme siesta,
enroscado como una serpiente dorada,
sobre los matorrales entibiados
por el sol de invierno.
¿Soñará con la extensión de su reinado
más allá de los confines de la garita?
El Relámpago beige no teme.
No de la muerte,
no de los hombres,
no de la soledad,
no de los temblores
que provocan las ruedas de los vagones que pasan 3 veces al día.
Como para la mayoría de los que vivimos frente a las vías,
el tren,
para él,
se ha vuelto invisible y mudo.
El Relámpago beige duerme enroscado como un nudo en la garganta mientras el suelo vibra,
tiembla, se sacude.
Todas las ventanas del barrio son testigo de su magnánimo reinado sobre los pastos crecidos entibiados por el sol de invierno.
Posiblemente,
este poema no sea el último que vayan a escuchar sobre el Relámpago Beige,
monarca del montecito,
rey de las vías.
Salve.